Me tienen harto, harto, los vociferanes, los ampulosos, los relativistas, los mentirosos, los memoriosos olvidadizos, los equivocados reincidentes, los alambicados, los traidores, los empobrecedores, los saqueadores, los profanadores, los disfrazados, los que le encuentran la vuelta, los quintacolumnistas, los irresponsables, los sordos, los que la tienen posta, los peores ciegos, los que todo se lo han llevado pero, los que siempre le encuentran explicación a lo inadmisible, los sinvergüenzas.
Los faltos de buena voluntad, los amargados, los estafadores del ánimo, los malintencionados, los partidarios del sacrificio ajeno, los discursivos enrevesados, los que siempre están a salvo, los que van a ver la verdad cuando sea tarde, los siempre adeptos a la mayoría que juegan de minoría.
Los que se dicen ateos mientras recitan una misa, los que se dicen historiadores, pero prostituyen la historia, los que se llaman populares, pero desprecian al pueblo, los que se dicen libres, pero son esclavos.
No han dejado nada.
Ni la memoria, ni el sereno derecho al Relato de Nuestros Padres, dejaron.
Ni los colores y la mirada del hermano en las mañanas de agosto.
Ni las palabras que perfumaban a laurel, para llevarse a la boca. Ni la celeste imagen del firmamento.
Sin embargo.
Si apoyamos el oído en la tierra olorosa, podemos escucharlos.
Si abrazamos los árboles centenarios, podemos sentirlos.
Son los ecos de la Historia. Están ahí, somos capaces de percibirlo. Si aguzamos el oído, cabalgando a pelo el honesto viento, nos hablan y nos señalan el camino.
Y tenemos todavía tu ejemplo.
Somos ricos.