Garcilaso I


Estoy contino en lágrimas bañado,
rompiendo siempre el aire con sospiros,
y más me duele el no osar deciros
que he llegado por vos a tal estado;

que viéndome do estoy y en lo que he andado
por el camino estrecho de seguiros,
si me quiero tornar para hüiros,
desmayo, viendo atrás lo que he dejado;

y si quiero subir a la alta cumbre,
a cada paso espántame en la vía
ejemplos tristes de los que han caído;

sobre todo, me falta ya la lumbre
de la esperanza, con que andar solía
por la oscura región de vuestro olvido

                                  [soneto - XXXVIII]

Vampiros eran los de antes

Siempre me fascinaron (este verbo es muy femenino, pero en cuanto a los vampiros, creo que se aplica perfectamente) los vampiros (ven? se los dije).
Tirando unos bocetos sobre chupasangres, salió este bonito conde Orloff haciendo de cochero, que me dio pena descartar totalmente, y que me va a servir para ilustrar este recuerdo.
Como les decía, desde chico me cautivó el Terror, pero la figura del vampiro sobre todas las demás. Científicos locos, monstruos de bricolage, incautos exploradores de lo oculto, zombies, hombres lobo, fantasmas, todos tenían lo suyo... pero ¿quién podía desbancar la figura del Conde inerte, aunque con los rojos ojos a punto de abrirse, en la cripta del sótano del semiderruido castillo, en lo alto de la montaña de picos escarpados?
Era el gran programa, cuando éramos chicos, juntarnos los primos un fin de semana entero, a explorar las por entonces casi desiertas y siempre verdes regiones de Hernández en las que se perdía la quinta del tío Gustavo donde fijábamos residencia, jugar a la guerra o a los caballeros, o los exploradores (jugar a la momia quedaba para la casa de la abuela), arrastrar unos cientos de metros tirando entre todos el cuerpo rígido y semiesquelético de algún caballo muerto bajo el solitario y abandónico cielo de la pampa, y a la noche... Viaje a lo inesperado, el programa de tele presentado por Narciso Ibáñez Menta, o Nathán Pinzón. La presentación de la película, fuera quien fuera el que la efectuara, luego de algún comentario anodino acerca del argumento, inexorablemente terminaba en risotada.
A mí ninguno de los dos me daba miedo, pero Narciso tenía un vozarrón, y cumplía con las características que juzgábamos como adecuadas para personificar a un verdadero transtornado.
Sin necesidad de consultar hoy a mis primos, creo que no falto a la verdad si señalo que era nuestro preferido.
Nathán, aunque ponía empeño, se parecía a cualquiera de los viejos podridos que estábamos acostumbrados a soportar en las reuniones de adultos –donde los niños debían permanecer callados o ausentes (toma nota, oh, niño contemporáneo) so pena de ser escarnecidos públicamente–, o el club, y que no hacían más que echarnos de donde estuviéramos, hacernos callar, o tirarnos una bronca. El sopapo también era una opción válida.
Viejos cabrones, como Nathán tampoco nos causaban miedo, sino una especie de ansia, de sed de venganza (que se solía saciar al instante, contradiciendo las consabidas recomendaciones culinarias). Y partían ignorantes de las tertulias con un sapo de polizón en el bolsillo, un cartel pegado a la espalda, o una cancioncita cuyos versos inmortalizaban sus más señaladas aristas personales.
Pero yo no quería hablar de eso, sino de lo que el Terror era para nosotros. Los cinco primos veíamos esas películas clase B, y nos asustábamos a muerte.
Finalizado el programa, zombies, vampiros, maldiciones, entierros prematuros acompañaban nuestra ida a la cama. Sin saberlo (años después nos aprendimos los nombres), las de Peter Cushing, Christopher Lee y Vicent Price, eran nuestras predilectas. Nos íbamos con los ojos como platos al dormitorio, donde nos arrullaría el cantar de los grillos.
Una vez en la cama, largas conversaciones de terror eran el preludio del sueño, en las que nos turnábamos a ver quién conseguía, quién lograba, el cuento más espantoso.
Y uno a uno nos íbamos quedando dormidos, esperando ansiosos una pesadilla que valiera la pena contar, al día siguiente.