Me acabo de enterar, y no fue por la prensa del corazón, que unos insensatos están pretendiendo matar al Vampiro.
Sepan, ignorantes, que eso es imposible.
Es -porque no ha muerto- el mejor Dracula que jamás habrá.
Con su expresión severa -y ciertamente siniestra- perfumó de ajos y adornó con crucifijos nuestra infancia. Producía terror, y respeto, y era una cita obligada por la que abandonábamos los bruscos juegos entre primos las noches de los fines de semana de verano. Y si era en invierno, y había tormenta, mejor.
Esfuércense paliduchos y desabridos carilindos. Pretendan su negro ataúd, principiantes sedicentes hematófagos. Sufran conviviendo en cuevas con murciélagos, actores del método.
Todos enanos disfrazados al lado de él.
Aleteen. No lo alcanzarán.
Cristopher Lee será siempre El Conde.
Muchos años después leí la novela en la que supuestamente se basaba su personaje. Drácula era una novela formidable: el personaje -y todo lo demás- era genial, pero no tenía nada que ver con lo que hacía Cristopher Lee.
Lo que había alcanzado Sir Lee era otra cosa. Ni siquiera relacionado con el gardeliano Drácula de Bela Lugosi -obviamente distante también de Orloff, la Cucaracha Maestra resuelta por Schreck-, Cristhofer Lee lograba un gigante grave, ominoso, de tranco solemne o atávico culebreo rápido y nervioso.
Era la puta encarnación del Mal.
Años después, me inspiró en algún detalle para una criatura que publico debajo a modo de minúsculo homenaje y que pronto verá la luz -espero que esto no le resulte poco saludable-.
Cristopher Lee pertenecía a una familia noble y trabajó para el servicio secreto británico.
Ya veo de dónde obtuvo los gélidos y temibles gestos para su Conde.
En los papeles dice que falleció el domingo. Su familia difundió su muerte hoy, jueves. Dicen que buscaron avisar primero a los allegados.
Yo sé que en realidad querían estar seguros.
Invadidos de auténtica admiración -y a prudente distancia- vayan aplausos, bravos, otras, hurras, persignaciones, y estarcidos de agua bendita para el monstruo que no nos deja: sólo se pierde entre las sombras de unas derruidas almenas.
Y que seguramente volverá si se vierte, de la manera adecuada, en alguna vieja catacumba donde se ha esparcido tierra transilvana -la justa que cabe en catorce ataúdes- sangre inocente sobre sus cenizas.
Sepan, ignorantes, que eso es imposible.
Es -porque no ha muerto- el mejor Dracula que jamás habrá.
Con su expresión severa -y ciertamente siniestra- perfumó de ajos y adornó con crucifijos nuestra infancia. Producía terror, y respeto, y era una cita obligada por la que abandonábamos los bruscos juegos entre primos las noches de los fines de semana de verano. Y si era en invierno, y había tormenta, mejor.
Esfuércense paliduchos y desabridos carilindos. Pretendan su negro ataúd, principiantes sedicentes hematófagos. Sufran conviviendo en cuevas con murciélagos, actores del método.
Todos enanos disfrazados al lado de él.
Aleteen. No lo alcanzarán.
Cristopher Lee será siempre El Conde.
Muchos años después leí la novela en la que supuestamente se basaba su personaje. Drácula era una novela formidable: el personaje -y todo lo demás- era genial, pero no tenía nada que ver con lo que hacía Cristopher Lee.
Lo que había alcanzado Sir Lee era otra cosa. Ni siquiera relacionado con el gardeliano Drácula de Bela Lugosi -obviamente distante también de Orloff, la Cucaracha Maestra resuelta por Schreck-, Cristhofer Lee lograba un gigante grave, ominoso, de tranco solemne o atávico culebreo rápido y nervioso.
Era la puta encarnación del Mal.
Años después, me inspiró en algún detalle para una criatura que publico debajo a modo de minúsculo homenaje y que pronto verá la luz -espero que esto no le resulte poco saludable-.
Cristopher Lee pertenecía a una familia noble y trabajó para el servicio secreto británico.
Ya veo de dónde obtuvo los gélidos y temibles gestos para su Conde.
En los papeles dice que falleció el domingo. Su familia difundió su muerte hoy, jueves. Dicen que buscaron avisar primero a los allegados.
Yo sé que en realidad querían estar seguros.
Invadidos de auténtica admiración -y a prudente distancia- vayan aplausos, bravos, otras, hurras, persignaciones, y estarcidos de agua bendita para el monstruo que no nos deja: sólo se pierde entre las sombras de unas derruidas almenas.
Y que seguramente volverá si se vierte, de la manera adecuada, en alguna vieja catacumba donde se ha esparcido tierra transilvana -la justa que cabe en catorce ataúdes- sangre inocente sobre sus cenizas.